Relatos

 

 

 

Libia, el embrujo del desierto.  

Caen estrellas fugaces desde lo alto del firmamento. Mañana será fin de año y recibiré el nuevo junto al lago de Gaberoun, en el desierto Libio, como años ha, ya lo hice junto a las onduladas dunas argelinas. El desierto me hace reencontrarme a mi mismo. Me recuerda quién soy, quién he dejado de ser y hasta probablemente quién nunca seré. Hoy he decidido subir a la roca de Acacus y dejarme llevar por el destino. El resto de la expedición duerme dentro de sus tiendas al pie de los acantilados, con los huesos todavía magullados del largo trayecto en todo terreno desde la garganta de Mathandous y los músculos cansados de tanto empujar los vehículos para sacarlos de la arena.

Pero la noche es para vivirla. Suaves nubes blancas pululan al ritmo lento del aire, cubriendo y mostrando a la vez la cúpula celestial, cual telón de fondo de un espectáculo único de la naturaleza. Las pocas guías de viaje existentes, centran los máximos peligros de Acacus en las serpientes y escorpiones que abundan por doquier, pero el frío de la noche y lo homogéneo de la gran piedra ahuyentarán sus pasos. Hay sin duda otro peligro peor en la cadena montañosa del sudoeste de Libia. El quedar hipnotizado por su belleza. El querer abarcar sus horizontes, recorrer sus senderos, atisbar la lontananza desde lo alto de sus cumbres y vislumbrar la huella que el hombre prehistórico dejó en sus paredes. Es entonces cuando puedes calcular mal la gasolina de tu vehículo, la comida de tu despensa y el agua de tu cantimplora. Poco importa la relativa cercanía de la población de Ghat, aunque en ella se celebre un festival Tuareg. Una duna de pendiente imposible sólo permite atacarla en sentido inverso. Poco o nada importa la mucha distancia en horas de conducción para salir de aquí. Lo único que importa ahora es disfrutar de la noche, robar el tiempo al tiempo y vivir uno de esos momentos mágicos que se suceden muy de tanto en tanto en la vida. Los gorilas de los volcanes Virunga, en Rwanda, el sobrevuelo de los Himalayas, la migración de cebras y ñus entre Kenia y Tanzania, la gran barrera de coral australiana, la puesta de sol en Santorini, y a partir de ahora, la roca de Acacus. Hace frio pero no lo siento. Ni tan solo me siento solo. Sólo temo que las estrellas se vayan apagando paulatinamente y el clarear del día despierte al campamento, señal inequívoca que tenemos que partir.

 

 

Viaje a Tombuctú

Tombuctú ha sido y sigue siendo una de las ciudades más míticas del mundo. Durante muchos siglos estuvo vetada a los viajeros «infieles» no musulmanes. Pero todavía hoy mantiene su fama de inaccesible. Situada en la confluencia del desierto del Sahara con el Africa Negra, era punto de encuentro de los camelleros tuareg que traían la sal a través de las rutas arenosas, y las distintas tribus negras, ricas en oro, frutas y pescado. Estas transportaban sus mercancías a bordo de sus barcas por el rio Níger, que describe en la zona una curva ascendente antes de desembocar en el Golfo de Guinea.

Su posición estratégica le valió múltiples riquezas y un esplendor envidiado en todos los confines conocidos de la tierra. El siglo XIV fué el «siglo de oro» africano y la ciudad se convirtió en un foco intelectual y espiritual que hacía palidecer a las urbes europeas. Los cristianos tenían prohibido el acceso y tuvieron que esperar hasta la tercera década del siglo pasado para entrar en ella, aunque no todos salieron con vida.

Hoy se puede llegar en el avión que aterriza en su aeropuerto dos veces por semana, pero una ciudad mítica como esta, aconseja un viaje más intenso, más sentido, más solemne, incluso más romántico. Y entonces hay dos alternativas. A través de las arenas del desierto son varios días de ruta, dependiendo si se elige el camello o un todo terreno. Pero la inestabilidad política argelina y la reciente rebelión de los tuaregs contra el gobierno de Mali ha limitado el camino a los traficantes de armas. La otra posibilidad es a través del río Níger: Cuatro días de viaje a bordo de una piragua desde el puerto de Mopti, el último enclave con carretera asfaltada, hoteles,restaurantes y lo que hoy se entiende por «algo de civilización».

El viaje es largo y las muchas horas de navegación podrían convertirlo en monótono. Pero las paradas en las pequeñas aldeas y poblados que se encuentran en ambas orillas constituyen una experiencia inolvidable. Poco o casi nada acostumbrados a recibir visitas ajenas, las gentes ribereñas viven al límite de la supervivencia, pero tienen muy arraigado el sentido de la hospitalidad. El Africa profunda aflora en las pieles desnudas de las muchachas, las arrugas marcadas de los ancianos y la sonrisa incipiente de los niños. Lejos de todas partes,  completamente aislado del mundo exterior, uno experimenta una sensación difícil de calificar.

«La sal viene del norte, el oro del sur y el dinero del país de los blancos. Pero las viejas historias, los cuentos bonitos y la palabra de Dios, no puede escucharse más que en Tombuctú».

Este viejo proverbio compendia buena parte del espíritu de la ciudad y explica en parte su mítica historia. Faro del Islam, avanzadilla de la penetración de la fe musulmana, foco cultural con una universidad que llegó a tener cuarenta mil estudiantes, punto de encuentro entre el Sahara y el viejo Sudán, Tombuctú es un mito.No es ciudad de monumentos, ni lugar que pueda satisfacer a turistas japonenses. Decepciona a primera vista, pero se deja querer. Y el hecho de llegar hasta aquí a través del río le otorga valor, le atribuye respeto y la hace más deseada «Las viejas historias, los cuentos bonitos y la palabra de Dios….no puede escucharse más que en Tombuctú».

 

 

Namibia: El desierto más bello del mundo  

He visto varios desiertos. La inmensidad del Sahara, el colorismo hindú del Thar, he notado el calor sofocante de Arabia, el frio intenso de las noches de Atacama… La inmensidad de la gran tierra vacía, el sonido del viento acariciando las dunas, la variada gama de ocres, el horizonte sin fin, siempre han atraido a buena parte de los viajeros, que han percibido la naturaleza hostil como un reto a superar. Pero si tengo que inclinarme por algunos de los distintos desiertos del mundo, me quedo con los de Namibia.

Entre las arenas del Kalahari y las costas recortadas del Atlántico Sur, se extiende este país que mantiene la densidad de población más baja del planeta y uno de los desiertos más bellos y habitados por múltiples especies de flora y fauna. El Namib- Naukluft acoge, gracias a la fría corriente de Benguela, a diversos antílopes, oryx y cebras, además de pájaros. En él sobrevive la planta prehistórica más antigua de la tierra, la «Welwitschia mirabilis» y se levantan las dunas más altas del mundo, que alcanzan los 300 metros en el área de Sossuvlei. Tanto atractivo acumulado, tanta belleza reunida,estuvo a punto de costarme la existencia por dos veces cuando la oscuridad de la noche borraba mi caminar solitario primero, y dos pinchazos consecutivos me dejaban inmóvil en una pista tres días después.

Pero una vez más la suerte resultó mi aliada y me permitió contemplar el resto del país y regresar para contarlo.

La colonia de focas marinas en Cap Cross, resulta espectacular. Casi cien mil otarios se acumulan en este cabo donde el navegante portugués Diego Cáo tomara tierra en 1485 en nombre del rey Juan II de Portugal. El sonido desafiante de los machos, que pueden alcanzar los 350 kilos de peso, sólo se rompe por el vaivén alternativo de las olas que remojan toda la manada. Las hembras a su alrededor forman «harenes» que alcanzan hasta la veintena de individuos.

Algo más al norte se extiende la costa de los esqueletos, que forma en su franja terrestre el parque nacional del mismo nombre. Tan macabro apelativo proviene de los restos de personas, animales y sobre todo naves que han finalizado su existencia debido a las movidas aguas de la fría corriente de Benguela procedente de la Antártida. La navegación en según que época del año se hacía impracticable y los cascos de los barcos encallaban sin remedio en las arenas de la costa. Todavía hoy se pueden observar algunas embarcaciones que no tienen otra utilidad que servir de refugio a las aves marinas que anidan en el interior de sus hierros oxidados. En el interior dunas y cañones acogen diversas especies de animales resistentes al desierto.

Las llanuras de Etosha contrastan con el talante urbano de Whindoek, la capital y Swakopmund, la ciudad situada entre el desierto y el mar.

Ambas representan la vanguardia de la civilización en una tierra inhóspita pero excepcionalmente bella.

Los árboles resecos rompen la sinuosidad de las dunas. El canto de los pájaros rompe el silencio de la noche. Y la luz acaricia el suave manto dorado para sumirlo nuevamente en la oscuridad antes que un nuevo día vuelva a nacer. Es entonces cuando la insignificancia del hombre es capaz de captar y retener toda la belleza del desierto más bello del mundo.

 

 

Mombasa: A caballo entre Kenia y el Indico.  

Regreso impresionado de las altas planicies de Kenia. Extasiado por la visión de las nieves perpetuas de Kilimanjaro. Atraído por la cantidad de animales salvajes en las reservas del país. Sorprendido por la diversidad étnica de sus pobladores. Asombrado por el orgullo Masai. Con el cuerpo desencajado por los baches de las pistas y el equipaje lleno de polvo. La carretera ya asfaltada, desciende mientras la temperatura aumenta. En sus márgenes, mujeres vestidas con telas de llamativos colores van y vuelven del mercado con sus ojos a las espaldas. La brisa del mar empieza a dejarse sentir sobre el rostro. Nos acercamos a Mombasa. El tránsito aumenta vertiginosamente, los transportes se intensifican, el bullicio y las bocinas destacan sobre la palabra. Es el momento de apearse y empezar a callejear. Y mirar, y observar. Si no fuese por las nieves del Kilimanjaro, por el orgullo Masai, por las manadas de elefantes y las camadas de leones, por los miles de cebras y los cientos de ñus, por las manchas de leopardos y guepardos vistas anteriormente, uno no sabría en que continente se encuentra  ¿África negra? ¿La India? ¿Un puerto árabe? Mombasa es un poco de todo. Una mezcla conjuntada y homogénea sin renuncia de las partes a sus propios orígenes. La esencia misma de la cultura swahili, mezcla del Africa Negra con la expansión árabe. La impronta colonial europea y la migración india. Y todo en una pequeña isla. El puerto más importante de Kenia y la segunda ciudad del país, no ha perdido su carácter histórico ni su autenticidad pasada.

En la costa al norte de Mombasa se extiende la «Mombasa Marine National Reserve». Una reserva acuática rica en especies de corales y peces. Los hoteles ofrecen paseos en barcas motoras con suelo transparente. Pero hay que inclinarse por la navegación a vela. Una estrecha nave de madera con dos tablas a cada lado para asegurar su estabilidad y una vela triangular, nos permitió volar sobre las aguas, antes de sumergirnos en ellas con máscara de buceo. A poca profundidad, un sinfín de peces merodeaban entre los arrecifes coralinos que servían de refugio a erizos negros de largas defensas. De vez en cuando grandes y hermosas estrellas de mar, mostraban sus cinco puntas pigmentadas de un rojo intenso.

Al regresar tuve la ocasión de hablar con el capitán de la pequeña embarcación. El catamarán de madera era originario de Zanzibar, la mítica isla de la costa tanzana. Sólo allí se encuentra la preciada madera y los artesanos capaces de construir la embarcación. Su coste asciende al cambio a unas 10.000 pesetas y es necesaria una semana de navegación para cubrir la ruta hasta Mombasa. El viaje no es fácil y son  necesarios cuatro hombres para turnarse en las tareas de pilotaje.

Al navegar en el pequeño catamarán de madera uno experimenta lo que representa y como se ha desarrollado durante siglos la comunicación en el Indico. Las aguas transparentes junto a las franjas costeras han sido surcadas desde siempre por intrépidos navegantes que desafiaban la presencia de piratas y tiburones. Mombasa, a pesar de emergen junto al continente africano, ha pertenecido siempre al Océano Indico.

 

 

Moscú, siempre Moscú  

Primavera de 1986. Pequeños copos de nieve caían sobre la plaza Roja. El frio penetraba en los huesos mientras los altos y rubios soldados vestidos de gris, montaban guardia junto a la pirámide de grantito que protegía el cuerpo momificado de Vladimir Illich Lenin. Las torres del Kremlin lucían en su parte superior estrellas rojas iluminadas, mientras un poco más allá, las cúpulas en forma de cebolla de la catedral de San Basilio nos recordaban que estábamos en Moscú. Una mezcla de temor contenido y respeto inconsciente planeaba sobre nuestras mentes al pisar el núcleo central del poder comunista, el que durante mucho tiempo marcaba las pautas de comportamiento del «segundo mundo», temido por occidente y cortejado por los países más pobres del planeta. Verano del 94. Las cosas han cambiado. El tráfico intenso y el ritmo acelerado de la vida denota un cambio económico profundo. Moscú se ha convertido en una de las ciudades más caras del planeta pero el sol radiante es capaz de embellecerla más que nunca. Ya no es preciso ir acompañado por las otrora omnipresentes guías del Intourist, los soldados montan una guardia algo más distendida y resulta gratificante descubrir los múltiples atractivos de la ciudad desplazándose por su eficiente suburbano.

 

 

Torres del Paine: El Parque del Fin del Mundo  

Principios de octubre de 1995. LLueve durante el trayecto de Punta Arenas a Puerto Natales. Ha llegado la primavera a la Patagonia pero todavía la climatología no se muestra generosa, tras finalizar uno de los inviernos más duros que se recuerdan.

Principios de octubre de 1995. LLueve durante el trayecto de Punta Arenas a Puerto Natales. Ha llegado la primavera a la Patagonia pero todavía la climatología no se muestra generosa, tras finalizar uno de los inviernos más duros que se recuerdan.

Pueblos incomunicados, reses perdidas por falta de pastos y un frio aterrador ha sido la tónica habitual de los meses del invierno austral, coincidente con el verano de nuestro hemisferio norte. El viento racheado poco invita a salir del vehículo, mientras espesos nubarrones cubren todo lo que alcanza la vista. Todo parece indicar que la suerte no será mi aliada y la visita a uno de los parques nacionales más bellos del mundo se saldará con unos cuantos carretes de fotografías escasas de luz y carentes de contraste. ¿Me habré precipitado en la elección de las fechas?. ¿Debí esperar a la alta temporada cuando las bondades veraniegas y la mejor temperatura aseguran el clima apropiado para sacar el máximo partido a las nieves eternas de los glaciares, a los picachos empinados y a los lagos color turquesa? Tras una noche en Puerto Natales que me permitió   conocer de cerca el carácter de una gentes acostumbradas a vivir bajo duras condiciones, proseguí el trayecto haciéndome las mismas preguntas mientras observaba que el tiempo, lejos de mejorar, iba empeorando y lo que en un principio fué agua, se convirtió rápidamente en una impresionante nevada.

Una vez instalados en el hotel Explora Salto Chico, es el momento de decidir el programa de actividades a realizar. Desde aquí están estructuradas una serie de caminatas que, en buenas condiciones climatológicas, ofrecen la posibilidad de mantener un agradable diálogo con la naturaleza. Las Alturas del Toro, el Mirador Nordenskjold, el Glaciar del Valle del Francés, las Cornisas, el Mirador del Toro, o la base de las Torres del Paine, son destinos habituales de trekkings de medio día o día completo que los visitantes del parque acostumbran a realizar durante su visita. Pero sigue nevando y hasta ahora sólo hemos podido contemplar a numerosos guanacos al borde de la pista de tierra, durante nuestra aproximación motorizada bordeando el lago Sarmiento. Las posibilidades equestres hacia la Laguna Verde o al Circo de Granito del Valle del Francés también chocan con las condiciones climatólogicas mientras el tiempo se va agotando y la tarde amenaza con caer en pocas horas. Al final optamos por dirigirnos hacia el Lago de Grey. Un intenso viento racheado nos acompaña en la ruta poco antes de producirse el milagro. En efecto, durante la primavera suelen alcanzarse vientos de hasta 110 kilómetros por hora, capaces de producir cambios climáticos constantes y repentinos. La proximidad del parque al mar y el hecho de que sus cotas más bajas no difieran en exceso de la altura del océano Pacífico, conllevan microclimas excepcionales, pudiendo pasar de la más dura de las tormentas hasta el sol radiante en pocas horas. Y una vez dejó de nevar, se levantaron las nubes y aparecieron las impresionantes cumbres sobre nuestras cabezas al acercarnos al Lago de Grey. Tras dejar el vehículo, atravesamos a pie el puente colgante sobre el rio Pingo y a través de un bosque de lengas maduras llegamos a la península del lago. El sol, ya inicado su descenso diario, acariciaba con su cálida luz vespertina los témpanos o pequeños icebegs que flotaban frente la playa, mientras la inmensa cumbre del macizo del Paine presidía todo el entorno y desafiaba con su serena belleza la parte frontal del galciar Grey, que desemboca al otro extremo del lago. Unos instantes mágicos que se desvanecieron rápidamente tras la puesta del sol, que nos hizo volver a sentir el frio reinante. El relajante baño nocturno en un jacuzzi situado al aire libre, me permitió recuperar la temperatura habitual del cuerpo, mientras contemplaba toda la serena belleza del firmamento del hemisferio sur. Al día siguiente había que rendir tributo al astro rey. De él dependía el éxito de mi estancia y la posibilidad de disfrutar de toda la belleza de la zona. ¿ Podríamos contemplar las Torres que dan nombre al parque? o por el contrario ¿lo de la tarde anterior fué un ligero espejismo de lo que había podido ser? Cinco de la mañana. Las primeras luces del día rompen el manto de la noche.

Las estrellas todavía resisten su presencia, señal evidente que no está completamente nublado. Los primeros rayos sonrosados acarician las cumbres de los Cuernos del Paine y un sinfín de tonalidades desfilan ante las retinas antes de que el lago alcance el azul turquesa. La acogedora habitación del hotel me libra del frio del exterior, permitiendo disfrutar mucho más del excepcional espectáculo que va desfilando ante los ojos. El día aparece radiante, la suerte a resultado una vez más aliada y tras un rápido desayuno, es momento de empezar a recorrer los senderos del parque nacional. Lagos, rios y cascadas se alternan con zonas de diversa vegetación. Paredes rocosas de granito coronadas por nieves eternas se elevan sobre el entorno.

Glaciares, quebradas, pampas doradas, vistas sobrecogedoras, campos de morrenas, bosques centenarios, y acantilados van desfilando frente a los ojos del viajero que queda sobrecogido por tanta belleza acumulada, tanta explosión de naturaleza situada en el confín del mundo y protegida sencillamente por la distancia, la inestabilidad climática capaz de desanimar a la mayoría de pobladores, y por el mero concepto de lejanía. El parque del fin del mundo es sin duda uno de los más bellos del planeta.

 

 

Monte Athos, El lugar prohibido a las mujeres  

Son las cinco de la mañana. Thesalónica todavía no había despertado de una oscura noche de primavera cuando nos dirigiamos a la terminal de autobuses de Calcídica. Entre paquetes de cartón atados con cordeles y caras somnolientas destacan las figuras de una veintena de monjes ortodoxos que poco o casi nada se conocen entre sí.

Tres horas de serpenteante y montañosa carretera nos separan de Ouranópolis, el puerto de embarque hacia el Monte Athos. El pequeño puerto registra una cierta actividad, cuando un par de caminonetas cargadas con materiales de construcción se colocan apretujadas en la plataforma del barco que ha de llevarnos a Dafni. Las máquinas suben a bordo, luego los monjes y posteriormente algunos trabajadores griegos de la construcción. Finalmente los diez extranjeros que una vez conseguidos los costosos permisos y cartas de recomendación previos, pueden tener acceso diariamente a la montaña santa. Afortunadamente, nos encontramos entre ellos y tras un riguroso control, nos permiten subir a bordo.

El estado monacal prohibe a partir de una bula imperial del año 1046 promulgada por el emperador de Bizancio Constantino Monómaco la entrada a «toda mujer o animal hembra, eunuco o rostro barbilampiño».

Actualmente, debido a la prohibición, durante los meses veraniegos, los grupos de turistas deben contentarse con circunnavegar el tercer brazo de la península de Calcídica, cuya extensión alcanza los trescientos kilómetros cuadrados, y contemplar sus construcciones monásticas desde una barca sin poder acercarse a más de quinientos metros de la costa. Dicen que cuando se incumple la norma y los calurosos y bronceados cuerpos femeninos son observados desde tierra, los monjes claman al cielo.

Pero éste no es el caso y nuestro destino es precisamente el puerto de Dafni, única puerta de entrada a la república monacal. Una vez controlado el pasaje, iniciamos el trayecto de dos horas de duración con la única compañia femenina de una brisa fresca y navegando sobre las transparentes, limpias y cristalinas aguas de esta parte del Egeo. En cubierta, los laicos conversan o curiosean mientras los religiosos duermen, meditan, oran o se alimentan. En el puente de mando, las imágenes de santos sustituyen a los clásicos calendarios de cuepos femeninos y los monjes de edad más avanzada se refugian del viento exterior. Las gaviotas revolotean tras la nave mientras un muchacho atiende los consejos e indicaciones de un monje de prestigio. Son las nuevas vocaciones. Ante la mutación de la sociedad, algunos monasterios han optado por enviar a sus miembros más jóvenes y dotados a las universidades griegas. En el barco nos encontramos con algunos que regresan de ellas, con monjes que vienen de resolver asuntos burocráticos o económicos referentes a las propiedades de los distintos monasterios, mientras que la mayoría retornan de visitar a la familia o de acudir al médico.

A medida que la nave va avanzando millas, observamos a babor la costa recortada por rocas coronadas de monte bajo, sólo alterada en ocasiones por pequeñas construcciones abandonadas y semiderruidas. De repente, una playa y una torre defensiva anuncian el puerto, llamado Arsenal, de Zographou, monasterio búlgaro situado en el interior, a una hora de caminata desde la costa, aunque no se puede ver desde la misma. Construido en el siglo X y repetidamente ampliado en épocas posteriores, posee una biblioteca con 120 manuscritos y más de 8.000 libros impresos, la mayoría en búlgaro.

El primer convento que se observa durante el recorrido es el de Dochiariou, situado en la misma playa tras las azules aguas que le preceden y frente a la colina verde que le sigue. Rodeado de cipreses, presenta una construcción bellamente anárquica con una amalgama de estilos arquitectónicos superpuestos en función de las necesidades y posibilidades de cada época. Cual fortaleza con balconadas añadidas, concluye su forma escalonada en una sólida y cuadrada torre que alberga la biblioteca. Es una primera referencia a la novela de Umberto Eco «El nombre de la rosa», cuyo recuerdo se repetirá en algunas otras ocasiones durante nuestra estancia. Xenophontos, también al borde del mar, presenta una arquitectura más racional que el anterior y acoge en la actualidad a 35 monjes que llegaron en 1978 procedentes de Meteora, el otro gran centro monástico de Grecia.

Las verdes cúpulas en forma de cebolla, cientos de ventanas que miran al mar y la grandiosidad de sus instalaciones, hoy prácticamente abandonadas, nos anuncian la llegada a San Panteleimonos, el monasterio ruso que llegó a albergar el solo a dos mil monjes a principios de siglo y que hoy no supera la treintena. De él dependen cuatro skites construidas asimismo en estilo ruso e identificables por los bulbos de sus cúpulas.

Poco antes de las doce se llega a Dafni, el puerto de la Montaña Santa, que nos permitirá poner pie en ella. Algunos de los pasajeros transbordarán a las pequeñas barcas de otros monasterios para continuar el trayecto por mar. Nosotros deberemos subir al vetusto autobús que habrá de llevarnos a Karyes, la capital de la república teocrática. Los monjes se acomodan en los primeros asientos y la máquina inicia su ascenso lento y tortuoso por las pronunciadas pendientes de la polvorienta carretera. Un olor penetrante nos llega de la parte delantera del vehículo mientras refrescamos nuestros ojos entre bosques de avellanos.

Durante el recorrido se observa casi a vista de pájaro el monasterio de Xiropotamou, que guarda entre sus muros el mayor de los fragmentos de la Santa Cruz. De estructura cuadrada, fue en el siglo XI uno de los más ricos del Monte Athos, ocupando sus dominios una buena parte de la península. Kayres aparece en la otra ladera y acoge en la tranquilidad de sus calles la iglesia más antigua de la zona llamada Protatón. En sus paredes resguardadas se pueden admirar unos frescos de principios del siglo XIV de gran interés. Justo en frente, en el edificio de la Santa Comunidad, los dos semenéidas, los viejos y curiosos policias locales, nos harán entrega junto con los otros visitantes del célebre Diamonhitirón, el visado que autoriza la estancia y circulación durante cuatro días por la república monástica autónoma de Grecia. Las casas de los representantes de los veinte monasterios, unas cuantas tiendas de alimentación, utensilios y diversos accesorios, y otras de elementos religiosos completan la configuración de la capial. Un comedor-cocina nos ofrece, bajo el nombre de restaurante, un plato de aceitunas con cebolla, un potaje de ingredientes no clasificables y un vaso de retsina, el fuerte vino griego. A partir de aquí, la falta de carreteras y vehículos, la ausencia de luz eléctrica y la limitación gastronómica a productos vegetales, convertirán al viajero del siglo XX en caminante y peregrino medieval.